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jueves, 1 de septiembre de 2016

Pisando el arcoiris

Al pequeño J. -de siete años-
le cuesta horrores meter la cabeza bajo la ducha.
Bucear y nadar en la piscina
es una de sus mayores pasiones,
pero otra cosa bien distinta es,
ducharse después.

Si es de paso obligado cruzar  por la zona de duchas
para accedera al vaso de la piscina,
él intentará colarse por un atajo;
Y, en caso de ser interceptado,
pasará corriendo -como alma que lleva el diablo-
bajo la temida alcachofa.

Al salir del agua, tres cuartos de lo mismo.
Pero como esta vez tiene que permanecer bajo el chorro más tiempo
-por prescripción maternal-
para quitarse bien el cloro, se queda ahí completamente rígido y espeluznado,
dando unos alaridos terribles
como si sobre su cabeza tuviera clavada una nube de lluvia ácida...
Tal es el drama.

Un precioso día de verano, en la piscina municipal del pueblo
al salir del agua, la tropa familiar ya había abandonado la zona de duchas.
J. se quedó rezagado con su tía, que iba probando el agua de los diferentes grifos
para ver cuál estaba más caliente y hacerle así más agradable el mal trago al pequeño
cuando se topó con el arcoiris.
-¡¡¡J. corre, ven!!! -exclamó entusiasmada su tía-, ¡¡¡en esta ducha se ve el arcoiris!!! 
El niño se colocó junto al chorro pero no veía nada.
-Tienes que meterte, J, si no, no se ve. Para ver bien el arcoiris no hay más remedio que mojarse.
Pues bien, dicho y hecho. J. se metió ni corto ni perezoso bajo el chorro de la ducha
mirando extasiado a su alrededor el precioso arcoiris que nacía de sus pies y subía rodeándole en forma de precioso tirabuzón multicolor.

Y ahí permaneció J. un buen rato tras aquella sorprendente cortina
hasta que el viento comenzó a desperdigar con sus ráfagas
las franjas de colores y
a hacer que su cuerpo temblara de frío. 

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jueves, 27 de agosto de 2015

Olas cuadradas

Sentada junto a una orilla
de cemento, en medio de la ciudad, 
contemplo un mar ficticio
de olas cuadradas.
Cuadradas por efecto
de las baldosas sobre las que discurre
el agua,
que se precipita a lo largo de un terraplén que da acceso
al aparcamiento subterráneo* aquél.
Escucho el estruendo de su incesante murmullo
y ¡ay!, qué de pensamientos confusos
distingo,
por las marchas forzadas
de un motor,
que solo calla,
cuando el vigilante nocturno
apaga el mecanismo
hasta mañana.
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*aparcamiento subterráneo en la Calle Sacramento (Madrid)