En una apacible -y aun tiempo bulliciosa- mañana de sábado,
corto abruptamente la conversación telefónica que estaba manteniendo
mientras paseaba.
Detengo en seco mis pasos a la altura de la plaza Juan Goytisolo
para ponerme a caminar en la misma dirección
que una joven pareja de ciegos con tres hijas pequeñas (videntes).
El padre portaba a la menor de ellas
en una mochila perfectamente atada a la cintura
mientras sostenía en cada mano un bastón blanco
con los que iba golpeando en el suelo para guiarse.
Justo detrás iba su esposa conduciendo tranquilamente un carrito con otra niña
de unos dos años en su interior y al lado, agarrada al manillar, iba la tercera hija
de unos cinco años.
Me acerco a la madre y pregunto si les puedo guiar hacia algún
lado en medio de la multitud congregada en la plaza.
Me explica que van a ver el Guernica, porque en el colegio de su hija estaban
dando el cuadro, así que su intención era ponerse a
a cola, por lo que me pide que les lleve hasta el final de la fila .
Lo que hago es acompañarles, sí, pero en dirección opuesta, hacia la entrada.
Desconocían que tuvieran acceso prioritario, pues nunca antes habían hecho uso
de él.
Nos situamos en la puerta del Museo tras franquear una kilométrica cola enmarañada compuesta por gente impertérrita que apenas sí concedía un milímetro de espacio para pasar.
Durante la breve espera B. y P. me contaron con total naturalidad que se habían desplazado en metro para la pasar la mañana en el museo con sus hijas.
Admirable.
Tener la oportunidad de ver y escuchar a una pareja como aquella, irradiando tanta confianza, felicidad y calma desde su mundo de tiniebla, supuso un antes y un después. Fulminantemente eliminadas aquellas quejas supérfluas y obstáculos "insalvables" que hasta ese instante campaban a sus anchas por mi mundo encantado del país de barriguitas.
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