Si hay un término que defina la vajilla
apilada en mi cocina para uso diario,
ese sería, sin duda, singular.
Y es que cada plato, debe ser como requisito de partida, diverso y único.
Los más curiosos proceden de viajes o fueron adquiridos en ferias
y, aunque no guarden relación unos con otros, ni se entiendan
unos sin los otros, siempre se acaban compenetrando.
Esta loza mía, impregnada de peculiares formas, texturas y
colores, tiene el don de hacer que los alimentos
albergados parezcan ya exquisitos
desde su puesta en escena.
En mi vida anterior los platos eran más bien integrantes de un
batallón: todos igualitos e impecables. Ninguno se salía de lo común,
Siempre alineados en perfecto estado de revista en un mueble expositor,
siguiendo una misma estética, guardando celosamente las apariencias.
Cuando mi situación vital sufrió un repentino vuelco
también lo dio la vajilla.
Ya no hubo más mueble expositor de vajilla
sino una desenfadada acumulación de platos
en forma de torre.
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