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martes, 7 de diciembre de 2021

Hombre de paz. In memóriam.

Mi padre ha sido un hombre de paz. Todo generosidad y bondad.

    Evitó por encima de todo causar y mucho menos empeorar aquellos conflictos que se cernían a su alrededor. Aunque, quizá, de haber dado alguna voz o un puñetazo en la mesa en los momentos en que se cometieron contra él crueles injusticias, le habría servido para ahorrarse alguno de los graves infartos que sufrió a lo largo de su vida. Y quién sabe si aquel guardárselo todo, no fuera asimismo el germen del Parkinson que ha acabado con su vida, detectado por mi madre en los albores de la enfermedad. Ella supo que algo no iba bien al sentir una especie de corriente interna cada vez que se cogían de la mano, como siempre. El especialista confirmó lo que había detrás de aquel temblor.   

    Comenzó a trabajar de botones con tan solo 14 años en la sucursal de Banesto de Jódar, localidad a donde se desplazó de niño con su familia desde La Puerta (su amada Puerta de Segura natal), a la que siempre llevó con orgulloso en el corazón, pues nunca dejó de sentirse serrano.

    Aprendió a escribir a máquina, a la velocidad del rayo, en una academia situada unas casas más arriba de la suya. Gracias a su tesón, fue ascendiendo rápidamente hasta convertirse en empleado de banca, tras superar un complicado examen sobre un temario de contabilidad del que solía, hasta hace poco, recitarnos párrafos enteros de memoria. Le encantaba el trato con el público.

    Tras hacer la mili en Ceuta fue trasladado a Madrid, donde formó parte de aquella generación punta de lanza llegada de todas partes, que contribuyó con su saber hacer a engrandecer el prestigio de Banesto, por aquel entonces una entidad pujante y altamente valorada.

    Mi padre conoció todos los sistemas y departamentos, desde Operativa Básica, con aquellas gigantescas computadoras que hacían un ruido terrible, pasando por la Central de Descuento, hasta  Servicios Centrales en la calle Mesena y en Fuencarral (edificio Gerstenmayer). 

    Tuvo la enorme suerte de trabajar la mayor parte de su vida en los años de esplendor del Banco: existían los economatos, como Coeba*, los paquetes de verano de hasta un mes entero con todo incluido a precios más que razonables, los vales de banca, las colonias de verano, las inigualables cestas de Navidad, la asistencia gratuita a espectáculos, acceso al club Banesto y a seguro médico gratuito. Todo aquello  fue tocando a su fin y tras treinta y siete años de servicio, mi padre asistió a la entrada en declive del banco (Mario Conde se encargó bien de ello). Los de RRHH, decidieron hacerle la vida imposible, mandándole de sucursal en sucursal, cada semana a una diferente, para que aceptara prejubilarse bajo unas condiciones miserables. Lo que no sabían era que mi padre estaba encantado de volver a sus inicios y el trato con el público no supuso en absoluto ningún problema para él. Al final llegó a los cuarenta años de servicio y pudo jubilarse, por edad, como correspondía.

     Él nos hablaba del pool bancario que se hacía cuando había que reportar o cuadrar algo. Y recordaba al dedillo los códigos de las operaciones, sumaba cifras de vértigo y sabía a qué provincia pertenecían las poblaciones más insignificiantes. Disfrutaba con su trabajo pero jamás hizo horas extras, porque para él no tenía precio pasar todo el tiempo posible con su familia y disfrutar cada momento. Odiaba la hipocresía de aquellos compañeros que no hacían nada durante la jornada y que luego se quedaban a "echar horas".  

    Mi padre murió como vivió, en paz, en su casa, como él quería, acompañado de todos nosotros. Estoy inmensamente agradecida y así se lo hice saber por todo el amor que nos ha regalado y por todas las enseñanzas y lecciones de vida tan valiosas y preciadas, incluso a  la hora de su muerte.  

 

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*Coeba. Cooperativa de empleados de Banca (véase nota al pie de la entrada "La del abrigo blanco").

 

 

miércoles, 10 de noviembre de 2021

Honolulú (in memóriam)

—Por favor, envuélvame para regalo todas las sandalias que se haya probado la señora que acaba de salir —dijo mi padre en voz baja al dependiente de la boutique del hotel, tras salir de la columna que le había servido de escondite, mientras miraba con recelo, por si acaso, para todos lados.

—Pero señor, ¿No quiere saber antes los precios de los ocho pares?

—Da igual lo que cuesten; me los llevo todos.

—Verá..., es que hay uno que le quedaba un poco grande, —replicó el vendedor.

—Pues ese también. Quiero sorprender a mi esposa.

Mientras empaquetaba las delicadas sandalias, de color oro en su mayoría, el atónito dependiente relató a mi padre el sinfín de pegas que acostumbraba a escuchabar de boca de los maridos con el objeto de disuadir a sus mujeres a la hora de la compra: "que si ya tienes unos zapatos como estos, que si son muy caros, que si luego no te los pones, que si no te cabrán en la maleta, ..."

Mi padre pagó encantado aquella cuenta. Esa escapada era su Honolulú particular: destino al que viajaría con mi madre como le prometió cuando se recuperara del infarto* sufrido tiempo atrás. Honolulú no pudo ser, pero Tenerife sí, y no escatimaría en atenciones hacia su novia, su compañera de vida, su Lila**, en agradecimiento por haberle cuidado con tanto amor durante toda la convalecencia***.

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 *A este primer y gravísimo infarto, que tuvo lugar en junio de 1992, le sucedieron otros, así como multitud de variadísimos percances, de los que milagrosamente siempre salía indemne. 

**Lila es como acostumbraba a llamar mi padre a mi madre dutante su larga etapa de noviazgo y como firmaba ella las postales y cartas que se escribieron. Hasta el último momento mi padre se ha dirigido a ella por su nombre de pila, Cati, floreándolo con un esposa o novia, pero nunca hizo uso de la etiqueta mamá, pues no le correspondía a él pronunciarla.  

***durante toda aquella convalecencia (y las que le siguieron) pero también a lo largo de toda la vida, hasta el final, con el fallecimiento de mi padre hace dos semanas, el amor que hubo entre mis padres fue un continuo intercambio de admiración, entendimiento y respeto: fuentes inagotables de fuerza con las que afrontaron las vicisitudes que fueron llegando a su existencia compartida.