Con el tiempo he sabido comprender
de dónde viene
esa capacidad que tengo para detenerme ante las vitrinas de una pastelería
simplemente para deleitarme
con todo lo que veo, sin necesidad de entrar a comprar nada.
Cuando era muy pequeña
pasaba cada mañana con mi madre y mis dos hermanos
por una panadería que había camino del colegio.
Yo siempre me adelantaba, era lo más
poder disponer de unos instantes extra
para contemplar aquellos apetecibles
donuts* recién colocados en el escaparate, antes de que mi madre me alcanzase
y me cogiera de la mano para volver a explicarme que ya teníamos las manzanas para el recreo
y que no era posible gastar cada día 15 pesetas** en tres donuts de azúcar, ni mucho menos 24 pesetas en
tres donuts cubiertos de chocolate.
A pesar de esto, no quedaba hueco alguno en mí para la frustración, porque,
la sensación de haberlos contemplado hasta el detalle
y de imaginarme a mí misma paladeando cada bocado, era tan real y agradable,
que me llenaba tanto como si, verdaderamente, me los hubiera comido.
*Donuts. Hace más de 60 años que este simple y novedoso dulce había pasado a ser muy popular en España. Era uno de los bollos estrella que no podía faltar en las panaderías. Bayonesas, pepitos y palmeras, eran los compañeros de escaparate de los donuts.
**De pequeña me gustaba quedarme con el precio de las cosas. El de los donuts lo recuerdo como si fuera ayer: 5 pesetas costaba un donut de azúcar y 8 uno con cobertura de chocolate.
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