Muy de cuando en cuando compraba un donut
y disfrutaba de la ocasión especial de
principio a fin.
No se trataba solo de conseguirlo y ya.
Nada de eso.
Probablemente, salir triunfante donut en mano, comparado con el resto de
micro experiencias, que me llevaría puestas, era lo menos importante.
Y es que, el hecho mismo de traspasar el umbral de la panadería, esta vez como
protagonista desde la perspectiva interior,
pero sin abandonar mi papel de tenaz observadora,
ya era fascinante.
Formar parte de una cola,
seguir las idas y venidas del dependiente...
Y aunque todo el proceso se desarrollaba en segundos,
cuando me tocaba el turno
mi mente lo registraba todo a cámara lenta:
ver cómo las bonitas pinzas de acero inoxidable con los extremos floriformes
sobrevolaban la bandeja para escoger mi donut
y depositarlo sobre el mostrador donde le aguardaba un tosco pliego de papel
marrón.
Y, durante el breve lapso que el dulce permanecía a la vista antes de ser envuelto,
mi cabecita había mapeado ya la orografía del que sería mi
donut hasta el más mínimo detalle:
un delicioso país redondo
con una superficie plagada de lascas de azúcar glaseada aquí y allá.
Y como colofón final, el espectacular ritual de empaquetado:
el donut ocupaba el centro del papel
y el dependiente lo tapaba haciendo coincidir en dos picos
los cuatro extremos de cada lado del pliego
y, con los dedos índice y pulgar de ambas manos,
daba dos o tres rápidos giros de 360 grados
hasta que los dos filos de la hoja
quedaban completamente retorcidos.
De este modo el delicado dulce permanecía completamente resguardado
en su interior.
Y entonces el donut ya estaba listo para llevar (a cambio de 5 pesetas*),
y con él todas
esas sensaciones mucho más valiosas que
atesoro intactas.
--------------------------------------------
* 5 pesetas equivalían a 3 céntimos de euro.